El día después

Como todos los medios de información se han encargado de recordarlo a todas horas,  entramos de lleno en una semana cargada de incertidumbre; a la vez que de presagios agoreros por un lado, de rotundas aseveraciones por otro y naturalmente, cómo no, con la esperanza de que nuestros políticos hallen pronto no sólo soluciones que reconduzcan por la vía del diálogo las enfrentadas posiciones sobre el tema catalán, sino que además consigan un difícil equilibrio que no permita la humillación de unos ni la petulancia de otros.

Muchos hablan y no paran de lo que puede pasar el domingo; no tanto sobre si se abrirán las urnas para que los ciudadanos catalanes puedan votar en un referéndum cuya legalidad está en entredicho, sino de los posibles incidentes que puedan llegar a producirse ya que, a medida que se va acercando el 1-O, las posturas cada vez están más enconadas. Otros, sin embargo, están más preocupados si cabe por la fractura social que se está produciendo y que sin duda precisará de bastante tiempo hasta que la escayola apropiada, incluso estando bien puesta, logre fraguarla. Lo cierto es que quienes están alejados de posiciones polarizadas, ésas donde la vehemencia e incluso las actitudes iracundas están por encima del sentido común, tienen la vista puesta en qué pasará el día después, cuando los titulares de prensa hablen de un callejón de difícil salida dada la igualdad, puesta de manifiesto con o sin referéndum, que existe entre independentistas y españolistas. Unos andan poco dispuestos a bajarse del burro y los otros, refugiados en el paraguas legislativo, ofreciendo un diálogo en el que se puede hablar de todo excepto de la consulta que pretenden incluir en unas posibles negociaciones quienes aspiran a la independencia. ¡Cuán largo me lo fiais, amigo Sancho! -como le diría don Quijote a su fiel escudero- .

Creo que a menudo conviene rebobinar algún que otro rollo de la película de nuestra vida para entender algunas facetas del presente -mejor decir puntos de vista- sin apasionamientos ni posicionamientos extremistas que sólo contribuyen a enturbiar cada vez más esa milagrosa bola de cristal que seguramente nos permitiría, si nos ponemos a ello, dar salida a una situación enquistada desde hace ya demasiados años. Pero me temo que ahí seguirá, si es que no estalla ahora, para reproducir dentro de más o menos tiempo los mismos esquemas de dramatismo que imperan hoy en la vida de los catalanes y también, no lo olvidemos, en la de muchas personas que tienen familiares y amigos en tan hermosa parte de España. Así que rebobinando he querido trasladarme a mi niñez, cuando a finales de julio regresaban de Barcelona y su entorno muchos de nuestros paisanos -queridos forasteros, los llamábamos- para pasar unos días con sus familiares y disfrutar la ansiada feria con los amigos. Aquellas cálidas noches de verano se prestaban, dando cuenta de unas cervecitas o en animadas tertulias veraniegas por la carretera, a que ellos nos contasen sus andanzas a lo largo de todo un año que se habría hecho muy largo y más duro de lo que sus entusiastas palabras dejaban entrever. Era en su mayor parte gente humilde que tuvo que irse, dejando atrás demasiadas cosas, en busca de un futuro al que agarrarse pues aquí no había trabajo y las ilusiones ya llevaban apagadas demasiado tiempo. Supongo que sus comienzos en Cataluña no debieron ser fáciles y la nostalgia por lo que dejaban en su pueblo les robaría más de una y de dos noches de sueño; aparte del desafío que era salir por primera vez de un sitio pequeño para hacer frente al reto de una gran ciudad. Como también quiero suponer la reacción de mis paisanos en un ambiente donde predominase el uso de la lengua catalana y ellos sin entender ni papa; o el sacrificio que le costaría a más de uno, que hasta entonces no había hecho más que faenar en el campo, para acomodarse al trabajo en cadena de una gran fábrica.

Pues bien, con los años y más esfuerzo del que algunos creen, fueron descubriendo un nuevo mundo para ellos lleno de posibilidades. Poco después ya no sólo fueron mano de obra, tan necesaria en una zona tan industrializada que los andaluces ni por asomo podíamos imaginar, sino que fueron acogidos e integrados en una sociedad en la que ya estaban destinados -y no ya por obligación-  a pasar el resto de sus vidas. Ellos, como también muchos otros llegados de todos los rincones de España, contribuyeron a la prosperidad de Cataluña y sin renunciar a sus añoradas raíces también hicieron suya la tierra que los recibió. Allí nacieron sus hijos, allí formaron nuevas familias y la población catalana en gran medida se convirtió en un cruce de ilusiones provenientes de diferentes lugares de España. Sintieron a Cataluña como propia y a ella quedaron ligadas sus vidas.

Hoy, todos ellos, también sus hijos y sus nietos, no son ajenos en absoluto a lo que allí está pasando y tienen derecho a ser protagonistas del futuro de la tierra donde echaron raíces hace ya mucho tiempo. Durante todos estos meses, imaginando el ambiente de crispación que se estará viviendo en sus puestos de trabajo, en las cafeterías, en las calles, o en sus propios hogares donde también habrá más de una discrepancia, me he acordado de la presión psicológica tan grande a que se estarán viendo  sometidos ante la disyuntiva, injusta e irracional, de tener que elegir entre el amor a sus orígenes o a la tierra donde han vivido felizmente tantos años. Como si ambos noviazgos en estos tiempos que corren no pudieran ser compatibilizados sin incurrir en infidelidad alguna. En fin, tengan o no sentimientos independentistas, les estará doliendo todo esto pues, a fin de cuentas, por lo mucho que han tenido que luchar para salir adelante e integrarse en un escenario que antes les resultaba extraño, ya forman parte de él y tanto los problemas como las soluciones les incumben lo mismo que a todos los catalanes.

Esta tarde me ha dado por dedicarles unas líneas pues no dejo de pensar en la situación tan asfixiante que estarán viviendo ahora mismo y, desde luego, reflexiono especialmente sobre el día después; ése en el que no hay más remedio que encontrar una ilusión compartida por todos y donde nuestros queridos “forasteros” tengan su sitio preferente como les corresponde. Méritos tienen más que sobrados; os lo aseguro, me lo ha dicho un amigo mío de la calle de en medio.

Juan Leiva

Sus recuerdos serán los míos

Como ya he confesado en otras ocasiones no soy hombre de fuertes convicciones religiosas, soy más bien de esos que se acuerdan de santa Bárbara cuando truena; sin embargo admito que cuando voy a mi pueblo es raro que falte a misa de doce el domingo. Me encanta acompañar a mi madre y recrearme viendo a sus amigas que, si bien el paso de los años hace ya de las suyas, siguen librando con gallardía y éxito, no exenta de algún que otro resbalón, la batalla de la vida.

Me gusta colocarme en los últimos bancos y desde allí las veo acomodarse en verano lo más cerca posible del ventilador o estrecharse unas con otras cuando los rigores del invierno comienzan a dejar los pies como un témpano. Pero siempre en su misa de doce, dispuestas a no faltar a un encuentro semanal que va más allá del cumplimiento de un precepto religioso. Es como si su asistencia fuese una manera de testimoniar que, aparte de alguna gripe u otro contratiempo, siguen adelante y sin claudicar a los avatares que conllevan los años que cargan a sus espaldas.

Desde mi sitio, entre rezos y algún cántico con que castiga a mi oído el cura de modo inmisericorde, noto que a fulanita parece que no le ha sentado bien el verano y está más delgada de la cuenta; que zutanita ya no puede ponerse de rodillas por culpa de la artrosis; o que menganita anda mal de los huesos y la cadera le está jugando una mala pasada… achaques que a esas edades ya no es posible sortear como ellas quisieran. Repaso y voy pasando lista a mi manera; mas al anotar las faltas de asistencia me doy cuenta de que cada vez hay más justificadas y, lo que es peor, algunas indefinidas.

El otro día, aunque en principio no le di mayor importancia, tras mirar a un lado y otro eché en falta a una mujer que siempre muestra una viveza que llama mi atención; tan pizpireta ella y rebosante de ganas de vivir como alguien que tuviera muchos menos años. Hasta hace bien poco cada vez que me la encontraba, aun sin que mantuviéramos una larga conversación, dejaba traslucir su agrado por nuestro encuentro y me mostraba una indisimulable alegría que sus vivarachos ojos no ocultaban. Siempre muy arreglada y hasta diría que algo presumida; luciendo en su mirada esa chispa que el paso del tiempo no ha conseguido apagar.

Últimamente la vi cada vez como más desorientada y ajena a cuanto sucedía a su alrededor, si bien no dejo de acordarme de una noche de hace poco tiempo en que estábamos varias parejas tomando unas cervezas en el bar de mi primo Carlos y también ella llegó acompañada de su hijo, acomodándose en una mesa muy cerca de donde estábamos nosotros. Lo cierto es que enseguida se nos acercó y bastó que escarbáramos un poco en recuerdos ya lejanos, aunque muy presentes en su archivo de los buenos momentos vividos, para que la viéramos muy dicharachera y alegre, recreándose en vivencias de sus dieciocho años que recordaba con un lujo de detalles, impregnados de mucha emoción, que nos dejaron boquiabiertos. Sin embargo ya empezaba a vaciarse su mente, o quizás deba decir su alma, de otros recuerdos más recientes que a quienes la rodean causa demasiado dolor y pena. El terrible mal, ése con nombre de médico alemán y que se ha instalado incluso a edades más tempranas en nuestra vida, también está haciendo estragos en  María; así se llama ella. Puñetero el Alzheimer ése.

Al salir de misa pregunté por ella echando de menos el saludo a que me tiene acostumbrado; pero alguien me comentó que en pocos días ya no era, al menos por momentos, la serena y dulce mujer que con tanto selecito -como dicen en mi pueblo- charlaba con sus amigas y vecinas. Ahora, según me han dicho, está ingresada en un centro donde la atiende personal preparado en estas lides. La imagino sentada en el jardín de su nueva residencia, puede que con su rebequita puesta, un toque de colorete, sus ojos sólo un poquillo perfilados y un poquito de carmín en sus labios; contemplando uno de estos atardeceres otoñales que se avecinan y, aunque algunos crean que su alma ya está del todo vacía por culpa de la maldita enfermedad, yo quiero creer que acordándose de su pueblo, de sus campos, de su calle de la Iglesia, de sus amigas, de sus dieciocho años y de tantos sueños que forjó a lo largo de su vida. No puedo ni por asomo llegar a imaginar que sus sentimientos volaron y sólo su cuerpo permanece entre nosotros; en todo caso, mientras nos sea posible, todos los que la apreciamos mantendremos vivos  entre nosotros sus recuerdos y que no se borren nunca. Por lo que a mí respecta, en la misa de doce de cualquier domingo de éstos la imaginaré y hasta la localizaré en alguno de los primeros bancos y como siempre la veré tan derecha, vivaracha y pizpireta como es ella.

Un abrazo, María.

P.D: Con motivo de la celebración del Día Mundial del Alzheimer; confiando en que quienes pueden hacerlo tomen por fin las medidas necesarias para atender a los enfermos y proporcionen los medios materiales para la investigación de tratamientos de esta dura enfermedad que tanto daño ocasiona no sólo a los propios afectados.

Juan Leiva

Un veterano luchador

Cuando voy a un hospital, como supongo que le pasará a cualquiera, siento una buena dosis de inquietud, difícil de mitigar por mucho que trate de matar el tiempo distrayendo mis pensamientos del negativismo en que caemos cuando un problema de salud nos acogota. Para colmo el aspecto de un centro sanitario no ayuda mucho. Decoración simplista con paredes a menudo de color beis en las que, aparte las recomendaciones acerca de la peligrosidad del tabaco y la bondad de la actividad física, de vez en cuando chirría la aparición de  alguna manguera contra incendios o algún artilugio que expende refrescos o chocolatinas; largos pasillos en los que reina un desolador silencio a menudo roto por el inoportuno taconeo de alguna persona presa de la angustia; puertas que se abren precipitadamente por algún celador que lleva en dirección al quirófano, de un modo casi automático, algo más que una esperanza; asimismo miradas perdidas en rostros desencajados por la preocupación y que ya no saben a quién encomendarse. Para completar el escenario cada poco se asoma una enfermera que, acaso por lo mucho que ya le ha tocado ver, da la impresión de que hay pocas cosas que la puedan alarmar y busca a los familiares de fulanito para indicarles, sin demasiada expresividad que invite al optimismo, que el médico en breve les atenderá personalmente. Todo desarrollándose con una extraña naturalidad y nada parece fuera de un guion establecido; incluso el sonido cada vez más cercano de la sirena de una ambulancia, que moviliza al personal de los servicios de urgencias, parece algo cotidiano e incapaz de alterar a gente que está más que acostumbrada a oírlo.

En medio de esa inquietante monotonía me sentía la otra tarde sin poder calmar mi ansiedad -para qué decir otra cosa, los hospitales me producen repelús- cuando sucedió algo que no solo aquietó mi nerviosa espera, sino que me permitió volar primeramente a un tiempo de grandes expectativas e ilusiones para luego trasladarme lamentablemente a la dura realidad del desencanto. Sin embargo mereció la pena el «viaje», sobre todo porque tuve la oportunidad de hacerlo con un conductor que sabe llevar el volante de su vida con soltura, coherencia y siempre fiel a sus ideas, que no es poco bagaje para andar con la cabeza bien alta por los complicados senderos que nos tocan en suerte. Lo cierto es que estaba yo ensimismado, esperando noticias relativas a la intervención quirúrgica a que estaban sometiendo a un familiar mío cuando, con un gesto amistoso y una mirada adornada de una agradable sonrisa, se dirigió a mí un señor con una frondosa y larguísima barba como la de Forrest Gump cuando por fin dejó de correr o, si me apuran, como la de fray Leopoldo; aunque, la verdad sea dicha, el personaje en cuestión tiene poca afinidad con lo religioso y sé que no le haría mucha gracia asumir este último parecido.

Tras los saludos de rigor y un beso a una de sus hijas que lo acompañaba ambos mostramos nuestra extrañeza por haber elegido –será cosa del azar que es un tanto caprichoso- un caluroso día de septiembre a las tres de la tarde para encontrarnos en un sitio tan poco apetecible, como la sala de espera del área quirúrgica de un hospital, para liar la hebra. Fue así cómo en unos minutos la conversación derivó por los cauces que, conociendo  a mi interlocutor, podían considerarse previsibles y enseguida empezamos a darle un repaso a una época reciente de nuestra historia en que, armados con un arsenal en el que el calibre del armamento se medía por ilusiones, soñábamos con cambiar un mundo en el que hasta ese momento nos habíamos sentido algo “incómodos”, por llamarlo de un modo suave.

Félix, así se llama él, siempre ha sido un veterano luchador de los que cada vez van quedando menos y que, a pesar de muchos contratiempos y sinsabores derivados de su posicionamiento político como hombre de izquierdas, ahí sigue firme en sus ideas y dispuesto, como algunos que yo conozco, a asaltar castillos a plena luz del día si la causa que lo motiva va cargada de nobleza y guiada por sentimientos solidarios. Su amena conversación, siempre salpicada de miradas que dejaban traslucir chispazos de entusiasmo, me llevó a los difíciles años de la posguerra y a las duras condiciones de miseria y carencia de necesidades básicas que la España de aquellos años padeció. Con emoción me contó vivencias muy fuertes aunque dulcificadas de vez en cuando con alguna que otra anécdota; aunque lo hacía, a pesar de la tristeza con que impregnaba su relato, sin resentimientos y dejando entrever su enorme satisfacción por los grandes logros sociales que se alcanzaron tras la llegada de la democracia. Ahora bien, eso sí, sin renunciar a ese espíritu de lucha que siempre lo caracterizó y que tuvo a gala lucir a pesar incluso de ocasionar a su propia familia y a él mismo algún que otro grave contratiempo.

Ni que decir tiene que sus ideas bullían con ímpetu en todo lo que me contaba y yo, mientras me quedaba embobado y asintiendo con leves meneos de cabeza a todo aquel repertorio con que estaba procurando que mi espera fuese más relajada, admiraba su fe inquebrantable en cambiar las cosas y mejorarlas. Luego le tocó, en una especie de guion que sólo él trazaba, dar un repaso a la Transición y al papel tan determinante que desempeñamos los docentes en aquel tiempo, tan lleno de ilusión y de expectativas, que él vivió muy de cerca por su vinculación con el mundillo de la enseñanza en Fuengirola. Se emocionaba recordando cómo en aquellos años éramos capaces de contagiarnos de ese espíritu de cambio y esperanza en que se cimentó el nuevo escenario político; todos comprometidos y dispuestos, en una insólita complicidad que asombró al mundo, a arrimar el hombro por encima de la ideología de cada cual.

De pronto sus palabras, que fluían con soltura y como si de un profesor se tratase, se entrecortaron cuando yo le hice un comentario y le pregunté su opinión acerca de la situación política que estamos viviendo y que se está prolongando ya más tiempo de la cuenta. Enseguida su entusiasta discurso dio paso a un silencio claramente delatador de que algo estaba pasando por su mente que ya no era tan emotivo; a la vez que un brillo especial se dibujó en sus ojos mientras se mecía la barba con cara de circunstancias. La alegría que había irradiado durante toda la conversación se apagó y sus vivarachos ojos, que hasta ese momento parecían querer transmitir con la mirada lo que sus palabras no eran capaces de dar más de sí, se entornaron; luego agachó la cabeza y hasta me pareció que algo parecido a una lágrima, o quizás fuese una mueca de decepción, se asomó por su mejilla; no estoy seguro pues su poblada barba de fray Leopoldo lo supo disimular bastante bien. En fin, qué les voy a contar a ustedes que no hayan visto ya por la calle de en medio.

Dedicado a Félix y a cuantos creyeron que merecía la pena luchar por otra vida mejor para quienes ni siquiera tuvieron tiempo de soñar.

 

Juan Leiva

A propósito del título

Al repasar el álbum donde conservo detalles y relatos de mis vivencias es inevitable que me tope, cada vez con más frecuencia, con un lugar muy especial que sin duda es testigo de una época que a cualquiera le gustaría volver a vivir. No ya por retroceder con esa engrasada e implacable maquinaria llamada tiempo, que por mucho que avance la tecnología nunca podrá incorporar en su caja de cambios una marcha atrás, sino por el simbolismo que puede tener como escenario alegórico del teatro de la vida; ése en el que tantas veces, ante situaciones que nos desconciertan o achuchan más de la cuenta, decidimos tirar por la calle de en medio y a ver qué pasa.

Creo pues que se entiende por qué quiero dedicar este primer artículo precisamente a ese sitio que ha dado título a mi blog y donde hace ya algunos años, que no es momento de cuantificar ahora, comencé a representar mi papel como un actor más de reparto que supongo no habré llegado a perder del todo, si bien a veces tengo mis dudas por aquello de que no se puede estar en misa y repicando. Por lo demás seguiré, en esta nueva andadura, con temas que tengan como eje central vivencias personales, tanto actuales como aquellas otras a las que hay que ir quitando alguna que otra telaraña de vez en cuando

Mis recuerdos más lejanos que tienen como escenario la calle de en medio –calle Real de mi querido pueblo- se remontan a mis seis o siete años, cuando a fin de cuentas empezó a fraguarse la que en definitiva es la película de mi vida, pues de mis años anteriores, salvo por fotografías o algo que me haya contado mi madre, guardo pocas escenas grabadas en mi memoria. Sin ir más lejos el otro día estaba esculcando en el cajón donde conservo mis imágenes más antiguas, cuando me sentí transportado hasta un atardecer de un día de agosto de hace ya muchos más años de los que yo quisiera… En la puerta de la taberna de mi abuelo, Pepe Haro, veo a hombres de piel “renegría” que están sentados, algunos despatarrados y con camisa desabotonada, en torno a una desvencijada mesa con marcas de quemaduras de cigarrillos, testimonios sin duda de reñidas partidas de cartas en frías noches de invierno. Todos ensimismados, yo diría que embelesados, con un vetusto aparato de radio en el que están oyendo la retransmisión de una corrida de toros desde la Malagueta y, mientras se imaginan verónicas imposibles, de pronto se oye: “¡Antonio, un cafelito con leche de bote y un vasito de agua que no esté demasiado fría!”. Y una lacónica respuesta que no disimulaba cierta contrariedad: “¡El que quiera agua en la plaza tiene la fuente o que se enchufe al botijo”. Justo enfrente un niño alto y espigado, mi amigo Pepe Conejo, está apostado junto a un carrillo de helados adonde  con una peseta -muestra de la generosidad de mi abuela- me acerco para comprarme un polo de fresa. Mientras lo saboreo charlamos y hasta le echamos un vistazo a las estampillas de futbolistas por si se tercia algún intercambio. En realidad aquél fue un día como todos los del verano para mi amigo, espectador perenne de aquella calle de gran trasiego matinal con mujeres haciendo la compra; de mediodías solitarios con el sol cayendo a pedazos; de tardes de tertulias en la puerta del bar tras duras jornadas de trabajo en el campo; de niños corriendo de acá para allá alentados por el rumor de que habían venido los cacharros de la feria; o de noches vecinales al fresco repasando la actualidad local y la otra también. Pero el verano de Pepe era siempre igual; cuando no estaba repartiendo barras de hielo por los bares lo encontrábamos en su carrillo vendiendo aquellos helados que sabían  a gloria chocolateada. Y a mí me encorajaba verlo cada día pegado a su tarea y sin poder  hacer lo que hacían los niños de su edad; bueno, en realidad lo que yo quería es que se viniera a jugar al fútbol conmigo.

Otro día en que la calle de en medio bullía de mucho trasiego era con motivo de San Isidro, allá por mediados de  mayo. La tarde anterior era casi más alegre que la propia festividad pues todo el mundo se echaba a la calle; unos, a recabarse un sombrero; otros, las pilas para el transistor o unas gafillas para protegerse del sol; y nuestras madres, atareadas como siempre,  comprando los embutidos para preparar los bocadillos. El ajetreo era muy alegre y muchas tiendas se ponían a tentebonete. Sin embargo casi nadie se acordaba de que por esas fechas el sol ya hace de las suyas y olvidaban pertrecharse con una crema de protección; así que al atardecer de la romería, ya de regreso, se veían muchas caras “colorás” como tomates. La mayoría por el sol y la de Gutiérrez, el conductor del autobús de Antequera, más roja aún por el calentamiento que pillaba tras el montón de viajes que daba en su vehículo lleno a reventar; con los pasajeros apretujados como sardinas en lata y más de uno dándole la vara porque se quedaba en tierra o porque, habiendo conseguido plaza, a su mujer alguien le había hecho daño pisándole el juanete.

Siguiendo una larga guita, con banderitas y farolillos de colores a lo largo de la calle, resultan también inolvidables aquellas estupendas  verbenas que con motivo del día de San Juan se celebraban en la calle de en medio, rematadas con la quema de un  muñeco colgado de balcón a balcón y que para nosotros era algo así como nuestra particular Nit del Foc. Era una gran fiesta que por la tarde se concentraba en el Collao, donde se celebraban carreras de cintas bordadas por guapas mocitas por las que suspiraban muchos apuestos jinetes. Éstos, al acabar la competición, lucían muy ufanos su trofeo en el brazo debidamente remangado, como un triunfo inconmensurable que iría debidamente acompañado por el increíble beso de una joven que había bordado primorosamente una cinta y que finalmente -¡vaya fatalidad!- acababa en el brazo de otro bien diferente al que con tanto esmero estaba destinada. Sin embargo la verbena y el baile al anochecer alegrarían aquella carita algo decepcionada y paliarían algo la desilusión en aquel apuesto galán que ya se había hecho planes; en fin, vanas ilusiones. Pero la fiesta continuaba y la noche de San Juan sería un año más para recordarla. Todavía, cuando paso por ahí y doblo la esquina de la casa de Montañez, los recuerdos de aquellas verbenas me sacuden fugazmente y me veo a mí mismo como un sorprendido espectador que disfrutaba viendo a las parejas bailando al ritmo de la canciones del Dúo Dinámico; mientras que, sentado en el escalón de la casa de Juan Haro y endulzado con el sabor de un pirulí que me había comprado en la plaza, yo esperaba medio dormido la quema del muñeco pues por entonces aún no había descubierto qué guapas eran las niñas de mi pueblo.

Era como el epicentro de todo lo que acontecía en el pueblo. Cualquier evento, aunque tuviese lugar en otro sitio, tenía como punto de partida esa entrañable calle por donde desfilaban no sólo mis paisanos, sino también sus alegrías, sus preocupaciones, sus proyectos o simplemente sus rutinas: tiendas, bares, la caja de ahorros o la barbería. Asimismo era la calle de cartas ardientemente deseadas que se hacían esperar colmando de impaciencia a jóvenes enamoradas; o de lunas de verano que invitaban a enfilar carretera arriba en busca de un paseo con los amigos o para arrimarse a la chiquilla que le traía a uno de cabeza. Y cómo no, los siempre recordados carrillos: veo ahora claramente, como si me estuvieran regañando por apoyarme sobre su frágil mostrador de cristal, el de Aurora, siempre adornado con las fotografías de los grandes mitos del cine; asimismo el de Concepción, donde se podía comprar el último tebeo de Roberto Alcázar o del Capitán Trueno; y el de Pepito Chicharrones, con los más buenos cartuchos de pipas y los mixtos de cachondeo que mejor explotaban… Cuando llegaban las noches calurosas de julio, al fresquito de la madrugada y con un buen botijo debidamente curado con un poquito de anís, se montaban en las puertas de las casas las clásicas tertulias de verano con los vecinos y amigos en donde se repasaba  lo poco que daba de sí la actividad política del momento o los últimos rumores acerca de fulanito que ya había llegado, en vísperas de feria, con aspecto de una aparente prosperidad que sin embargo no lograba ocultar del todo los sinsabores y sacrificios de todo un año o mucho más echando de menos a su familia y a su pueblo…

Hoy, muchos años después, me siento a veces en la misma puerta donde aquellos hombres, renegríos de tanto trabajar en el campo, se  sentaban a escuchar la retransmisión radiofónica de las corridas de toros. Pido un café a mi primo Carlos y, tanto si miro  a izquierda como a derecha, con cierta desazón lamento que toda la calle haya cambiado tanto; muchísimo, casi ni la reconozco. Pero, si empiezo a fijarme bien, me doy cuenta de que las personas que por allí desfilan, aunque sus rostros sean otros, siguen en realidad siendo las de siempre, con los mismos problemas, tristezas, alegrías, sueños, ilusiones… y desde luego es una calle parecida a la de cualquier otro pueblo donde pasan cosas similares, donde lo verdaderamente importante es lo que sienten y viven quienes al final “tiran” por ella; acaso para echarle un vistazo a la novia, tal vez para no encontrarse con alguien inoportuno o simplemente por gusto de pasar por la calle de en medio.

 

Juan Leiva León