Como todos los medios de información se han encargado de recordarlo a todas horas, entramos de lleno en una semana cargada de incertidumbre; a la vez que de presagios agoreros por un lado, de rotundas aseveraciones por otro y naturalmente, cómo no, con la esperanza de que nuestros políticos hallen pronto no sólo soluciones que reconduzcan por la vía del diálogo las enfrentadas posiciones sobre el tema catalán, sino que además consigan un difícil equilibrio que no permita la humillación de unos ni la petulancia de otros.
Muchos hablan y no paran de lo que puede pasar el domingo; no tanto sobre si se abrirán las urnas para que los ciudadanos catalanes puedan votar en un referéndum cuya legalidad está en entredicho, sino de los posibles incidentes que puedan llegar a producirse ya que, a medida que se va acercando el 1-O, las posturas cada vez están más enconadas. Otros, sin embargo, están más preocupados si cabe por la fractura social que se está produciendo y que sin duda precisará de bastante tiempo hasta que la escayola apropiada, incluso estando bien puesta, logre fraguarla. Lo cierto es que quienes están alejados de posiciones polarizadas, ésas donde la vehemencia e incluso las actitudes iracundas están por encima del sentido común, tienen la vista puesta en qué pasará el día después, cuando los titulares de prensa hablen de un callejón de difícil salida dada la igualdad, puesta de manifiesto con o sin referéndum, que existe entre independentistas y españolistas. Unos andan poco dispuestos a bajarse del burro y los otros, refugiados en el paraguas legislativo, ofreciendo un diálogo en el que se puede hablar de todo excepto de la consulta que pretenden incluir en unas posibles negociaciones quienes aspiran a la independencia. ¡Cuán largo me lo fiais, amigo Sancho! -como le diría don Quijote a su fiel escudero- .
Creo que a menudo conviene rebobinar algún que otro rollo de la película de nuestra vida para entender algunas facetas del presente -mejor decir puntos de vista- sin apasionamientos ni posicionamientos extremistas que sólo contribuyen a enturbiar cada vez más esa milagrosa bola de cristal que seguramente nos permitiría, si nos ponemos a ello, dar salida a una situación enquistada desde hace ya demasiados años. Pero me temo que ahí seguirá, si es que no estalla ahora, para reproducir dentro de más o menos tiempo los mismos esquemas de dramatismo que imperan hoy en la vida de los catalanes y también, no lo olvidemos, en la de muchas personas que tienen familiares y amigos en tan hermosa parte de España. Así que rebobinando he querido trasladarme a mi niñez, cuando a finales de julio regresaban de Barcelona y su entorno muchos de nuestros paisanos -queridos forasteros, los llamábamos- para pasar unos días con sus familiares y disfrutar la ansiada feria con los amigos. Aquellas cálidas noches de verano se prestaban, dando cuenta de unas cervecitas o en animadas tertulias veraniegas por la carretera, a que ellos nos contasen sus andanzas a lo largo de todo un año que se habría hecho muy largo y más duro de lo que sus entusiastas palabras dejaban entrever. Era en su mayor parte gente humilde que tuvo que irse, dejando atrás demasiadas cosas, en busca de un futuro al que agarrarse pues aquí no había trabajo y las ilusiones ya llevaban apagadas demasiado tiempo. Supongo que sus comienzos en Cataluña no debieron ser fáciles y la nostalgia por lo que dejaban en su pueblo les robaría más de una y de dos noches de sueño; aparte del desafío que era salir por primera vez de un sitio pequeño para hacer frente al reto de una gran ciudad. Como también quiero suponer la reacción de mis paisanos en un ambiente donde predominase el uso de la lengua catalana y ellos sin entender ni papa; o el sacrificio que le costaría a más de uno, que hasta entonces no había hecho más que faenar en el campo, para acomodarse al trabajo en cadena de una gran fábrica.
Pues bien, con los años y más esfuerzo del que algunos creen, fueron descubriendo un nuevo mundo para ellos lleno de posibilidades. Poco después ya no sólo fueron mano de obra, tan necesaria en una zona tan industrializada que los andaluces ni por asomo podíamos imaginar, sino que fueron acogidos e integrados en una sociedad en la que ya estaban destinados -y no ya por obligación- a pasar el resto de sus vidas. Ellos, como también muchos otros llegados de todos los rincones de España, contribuyeron a la prosperidad de Cataluña y sin renunciar a sus añoradas raíces también hicieron suya la tierra que los recibió. Allí nacieron sus hijos, allí formaron nuevas familias y la población catalana en gran medida se convirtió en un cruce de ilusiones provenientes de diferentes lugares de España. Sintieron a Cataluña como propia y a ella quedaron ligadas sus vidas.
Hoy, todos ellos, también sus hijos y sus nietos, no son ajenos en absoluto a lo que allí está pasando y tienen derecho a ser protagonistas del futuro de la tierra donde echaron raíces hace ya mucho tiempo. Durante todos estos meses, imaginando el ambiente de crispación que se estará viviendo en sus puestos de trabajo, en las cafeterías, en las calles, o en sus propios hogares donde también habrá más de una discrepancia, me he acordado de la presión psicológica tan grande a que se estarán viendo sometidos ante la disyuntiva, injusta e irracional, de tener que elegir entre el amor a sus orígenes o a la tierra donde han vivido felizmente tantos años. Como si ambos noviazgos en estos tiempos que corren no pudieran ser compatibilizados sin incurrir en infidelidad alguna. En fin, tengan o no sentimientos independentistas, les estará doliendo todo esto pues, a fin de cuentas, por lo mucho que han tenido que luchar para salir adelante e integrarse en un escenario que antes les resultaba extraño, ya forman parte de él y tanto los problemas como las soluciones les incumben lo mismo que a todos los catalanes.
Esta tarde me ha dado por dedicarles unas líneas pues no dejo de pensar en la situación tan asfixiante que estarán viviendo ahora mismo y, desde luego, reflexiono especialmente sobre el día después; ése en el que no hay más remedio que encontrar una ilusión compartida por todos y donde nuestros queridos “forasteros” tengan su sitio preferente como les corresponde. Méritos tienen más que sobrados; os lo aseguro, me lo ha dicho un amigo mío de la calle de en medio.
Juan Leiva