Mi Gertrud

Confieso que, desde que me jubilé, cada vez que vuelvo a mi instituto por cualquier motivo -mejor decir achaque- me asalta una ventolera de recuerdos e incluso no me faltan ganas de  meterme en cualquiera de aquellas aulas donde hace ya algunos años las ecuaciones se  mezclaban con afectos que ya son míos para siempre. Pero ayer, mientras cruzaba el patio del IES Fuengirola N° 1 acompañado de otro «jubiloso» compañero, una sensación agridulce me sobrevino y me pellizcó de un modo especial.  Nos disponíamos a vivir a la hora del recreo uno de esos momentos en que las emociones se desatan con intensidad. Allí se le había preparado una “encerrona” en toda regla a una querida compañera y amiga -mi Gertrud- que se despide de la tarea docente tras la mayor parte de su vida entregada a tan hermosa y gratificante actividad.

Ni que decir tiene que su sorpresa fue mayúscula cuando al llegar a la sala de profesores la recibimos un montón de compañeros, la mayoría en activo y algunos jubilados, con una sentida ovación que le hizo echar unas lagrimillas. En sus dulces palabras de agradecimiento se podían leer y palpar sus sentimientos: «Aunque sea chiquita tengo un corazón grande donde os guardo a todos vosotros, a mis queridos  alumnos y, cómo no, donde conservo bien archivados todos los maravillosos momentos que he vivido a vuestro lado». A todos se nos encogió un poco el corazón y, como no podía ser de otro modo,  compartimos el deseo de darle un fuerte abrazo que acompañamos de alguna que otra fotografía para el recuerdo.

Con ella he tenido el privilegio de compartir un buen número de años volcando nuestras ilusiones en la formación de cientos y hasta miles de alumnos a quienes hemos tratado de enseñar a caminar por ese sendero algo complejo que es la vida. A su lado, siempre dulce y serena, ha sido todo más fácil pues cuando por alguna causa el desánimo hacía acto de presencia o algún zangolotino nos daba la mañana, allí estaba ella dulcificando mi crispación y recordándome con sus atinadas palabras que ese alumno tan problemático, que tanta lata nos estaba dando, quizás no tenía a nadie más que a nosotros, sus profesores, para salir adelante. Y lo cierto es que no hacía falta mucho más que sus palabras de ánimo para recargar en un momento esa batería que nos impulsa cada mañana a los docentes y que saca de nosotros esa vena romántica que nos lanza a conquistar castillos y fortalezas a menudo demasiado complicados de asaltar.

Gertrud, con su aparente fragilidad, sin embargo encierra dentro de sí un espíritu de luchadora que no se arredra nunca ante los retos de nuestra bendita profesión en la que tantos lazos afectivos nos unen lo mismo con nuestros alumnos que con los compañeros. Yo creo que nació para ser profesora y no concibo que se hubiese podido dedicar a otra profesión que no fuese la docente. Ella misma me confesaba que ya desde pequeña tenía la ilusión de enseñar aunque  ignoraba que a su vez,  en una hermosa reciprocidad que le ha permitido ser muy feliz durante todos estos años, iba a tener  la suerte de aprender ella misma de sus alumnos cada vez que, además de enseñarles a hablar en inglés, les daba lecciones de vida. Ellos, en una sintonía que tal vez sólo se alcanza en la tarea educativa, le regalaban afecto, sonrisas y momentos de esos que no se olvidan nunca. Tal es así que conozco a pocos profesores que se hayan llevado tan bien con sus compañeros y  alumnos como es el caso de Gertrud; nunca la vi enojada y nunca conocí a nadie que mostrase el más mínimo síntoma de estar disgustado con ella.

Le llega ahora el tiempo de vivir sin bullas, asimismo tiempo de ocio, de viajes, de muchas otras cosas placenteras… y por supuesto de compartir más vida con su padre y ayudarlo a recuperar alguna que otra sonrisa que se perdió en un amplio cajón de recuerdos algo desordenados. Pero también llega ese otoño en que la melancolía y la nostalgia harán de las suyas pues para quien tanto se ha entregado a esta noble profesión no es fácil prescindir de la noche a la mañana de esa «pimienta» con que ha aderezado su vida y sin la que, de haberse dedicado a otra actividad, nos habríamos perdido su dulce compañía. Pero bueno, seguro que lo sabrá llevar con la misma actitud positiva que ella adopta en su modo de ser.

No cabe duda de que se nos jubila uno de los últimos representantes de aquella hornada de profesores que vivimos intensamente aquellos primeros años de la democracia y posteriormente tuvimos que realizar una compleja travesía del desierto hasta acomodarnos a lo que los nuevos tiempos nos demandaban en materia educativa. Tal vez ella, por su carácter y sensibilidad, fuese quien menos dificultad tuvo para adaptarse a esos cambios. Y con ella asimismo se retira a sus castillos de invierno alguien que además de enseñar maravillosamente bien el inglés a su muchachada, ha dejado sembrada una semilla que permanecerá por muchos años y que constituye no sólo un espejo en que mirarse los nuevos profesores, estupendamente preparados,  que nos están relevando, sino también un referente de entrega y amor a la enseñanza de los que hacen grande a esta preciosa vocación. Sin duda de ello pueden dar fe los muchísimos alumnos de la señorita Gertrud.

Por cierto, otra taquilla se ha quedado vacía y van ya…. Un abrazo grande, guapa.

Juan Leiva

Un poco de cine

Ahora que estamos en la época del año en que se entregan algunos de los premios más importantes del mundillo del celuloide -recientemente fueron los Goya y pronto serán los Oscar- algunos canales de televisión aprovechan para incluir en su programación títulos del cine que veía en mi adolescencia y que bien poco tiene que ver con el actual. En tal caso aprovecho para recrearme con alguna que otra película, con sabor rancio, que me trae el hermoso recuerdo de haberla visto en compañía de mi padre, gran aficionado a la gran  pantalla. A menudo me acuerdo de aquella vez que fuimos a ver «Asignatura pendiente», película que por sus connotaciones políticas y de otro tipo era impensable que se hubiera  podido proyectar en nuestros cines apenas muy pocos años antes. Sin duda que me gustó, pero sobre todo contemplar lo mucho que mi padre la disfrutó.

Aunque a los jóvenes de hoy les pueda resultar extraño, hubo un tiempo en que las películas que veíamos en nuestras salas de cine, aparte de estar condicionadas por la censura que imperaba entonces, se centraban en un cine costumbrista y de corte folclórico para realce, entre otras, de Carmen Sevilla o la gran Sara Montiel que además incluso llegaron a rodar con actores americanos de renombre. Por cierto, hay que ver lo guapísima que estaba la Sara en «El último cuplé». No obstante, de tarde en tarde nos permitían ver, casi de tapadillo, alguna película de Berlanga o de Bardén que tenían que hacer algo más que juegos malabares para que sus filmes pudiesen pasar los filtros censores sin sufrir un gran destrozo. Y de Buñuel ni te cuento; digamos que era un maldito en los circuitos cinematográficos españoles a pesar de su gran prestigio internacional.

Poco a poco cierta apertura política posibilitó que el cine norteamericano y de los europeos el italiano fueran ocupando la cartelera cinematográfica española, lo que nos permitió conocer a grandes directores como Ford, Hitchcock, Hawks, De Sica, Visconti o Truffaut -por citar sólo algunos- o a grandes actores y actrices, valga la matización, que  todos tenemos en la mente y me atrevería a decir también que en nuestros sueños. Con el  llamado tardofranquismo se crearon las llamadas salas de Arte y Ensayo y empezaron a llegarnos películas, muchas de ellas en versión original y subtituladas, un tanto diferentes a las que estábamos acostumbrados ya que el guion no siempre contemplaba el habitual y esperado final feliz. A veces la película era tan rara que nos proponía un final abierto y no sabiamos que había terminado hasta que se oscurecía la pantalla y aparecían los títulos de crédito con todas las especificaciones técnicas de la película y fondo musical que cada vez fue adquiriendo más protagonismo.

En cualquier caso, antes y después, el cine ocupó un espacio importante de nuestro tiempo de ocio y, sin ir más lejos, contribuyó a llenar el vacío que aquel tiempo gris de los años cincuenta y sesenta ocasionó en la vida de los españoles por la educación que se impartía, o tal vez porque España todavía no se había abierto ni por asomo a las nuevas corrientes  que estaban arraigando en nuestros vecinos europeos. Pero aun así hay algo que ya pasaba antes y creo que no ha cambiado. Cuando aparecía en la pantalla el clásico «The End» y las luces de la sala encendidas nos invitaban a salir, todavía nos quedábamos un par de minutos sin levantarnos de la butaca, embobados con la banda sonora y simulando que leíamos los títulos de crédito cuando en realidad seguíamos enfundados en el papel de «el que lleva la película» y hasta protagonizando sus periplos amorosos o aventureros. Y es que el cine, aunque sea sólo por un rato, te permite vivir todo lo que en la vida real nos habría gustado hacer y sentir. Benditas películas y maravillosos actores que incluso nos han hecho llegar a pensar que somos tan valientes, seductores y guapos como ellos. Es la magia del cine.

Juan Leiva