Un veterano luchador

Cuando voy a un hospital, como supongo que le pasará a cualquiera, siento una buena dosis de inquietud, difícil de mitigar por mucho que trate de matar el tiempo distrayendo mis pensamientos del negativismo en que caemos cuando un problema de salud nos acogota. Para colmo el aspecto de un centro sanitario no ayuda mucho. Decoración simplista con paredes a menudo de color beis en las que, aparte las recomendaciones acerca de la peligrosidad del tabaco y la bondad de la actividad física, de vez en cuando chirría la aparición de  alguna manguera contra incendios o algún artilugio que expende refrescos o chocolatinas; largos pasillos en los que reina un desolador silencio a menudo roto por el inoportuno taconeo de alguna persona presa de la angustia; puertas que se abren precipitadamente por algún celador que lleva en dirección al quirófano, de un modo casi automático, algo más que una esperanza; asimismo miradas perdidas en rostros desencajados por la preocupación y que ya no saben a quién encomendarse. Para completar el escenario cada poco se asoma una enfermera que, acaso por lo mucho que ya le ha tocado ver, da la impresión de que hay pocas cosas que la puedan alarmar y busca a los familiares de fulanito para indicarles, sin demasiada expresividad que invite al optimismo, que el médico en breve les atenderá personalmente. Todo desarrollándose con una extraña naturalidad y nada parece fuera de un guion establecido; incluso el sonido cada vez más cercano de la sirena de una ambulancia, que moviliza al personal de los servicios de urgencias, parece algo cotidiano e incapaz de alterar a gente que está más que acostumbrada a oírlo.

En medio de esa inquietante monotonía me sentía la otra tarde sin poder calmar mi ansiedad -para qué decir otra cosa, los hospitales me producen repelús- cuando sucedió algo que no solo aquietó mi nerviosa espera, sino que me permitió volar primeramente a un tiempo de grandes expectativas e ilusiones para luego trasladarme lamentablemente a la dura realidad del desencanto. Sin embargo mereció la pena el «viaje», sobre todo porque tuve la oportunidad de hacerlo con un conductor que sabe llevar el volante de su vida con soltura, coherencia y siempre fiel a sus ideas, que no es poco bagaje para andar con la cabeza bien alta por los complicados senderos que nos tocan en suerte. Lo cierto es que estaba yo ensimismado, esperando noticias relativas a la intervención quirúrgica a que estaban sometiendo a un familiar mío cuando, con un gesto amistoso y una mirada adornada de una agradable sonrisa, se dirigió a mí un señor con una frondosa y larguísima barba como la de Forrest Gump cuando por fin dejó de correr o, si me apuran, como la de fray Leopoldo; aunque, la verdad sea dicha, el personaje en cuestión tiene poca afinidad con lo religioso y sé que no le haría mucha gracia asumir este último parecido.

Tras los saludos de rigor y un beso a una de sus hijas que lo acompañaba ambos mostramos nuestra extrañeza por haber elegido –será cosa del azar que es un tanto caprichoso- un caluroso día de septiembre a las tres de la tarde para encontrarnos en un sitio tan poco apetecible, como la sala de espera del área quirúrgica de un hospital, para liar la hebra. Fue así cómo en unos minutos la conversación derivó por los cauces que, conociendo  a mi interlocutor, podían considerarse previsibles y enseguida empezamos a darle un repaso a una época reciente de nuestra historia en que, armados con un arsenal en el que el calibre del armamento se medía por ilusiones, soñábamos con cambiar un mundo en el que hasta ese momento nos habíamos sentido algo “incómodos”, por llamarlo de un modo suave.

Félix, así se llama él, siempre ha sido un veterano luchador de los que cada vez van quedando menos y que, a pesar de muchos contratiempos y sinsabores derivados de su posicionamiento político como hombre de izquierdas, ahí sigue firme en sus ideas y dispuesto, como algunos que yo conozco, a asaltar castillos a plena luz del día si la causa que lo motiva va cargada de nobleza y guiada por sentimientos solidarios. Su amena conversación, siempre salpicada de miradas que dejaban traslucir chispazos de entusiasmo, me llevó a los difíciles años de la posguerra y a las duras condiciones de miseria y carencia de necesidades básicas que la España de aquellos años padeció. Con emoción me contó vivencias muy fuertes aunque dulcificadas de vez en cuando con alguna que otra anécdota; aunque lo hacía, a pesar de la tristeza con que impregnaba su relato, sin resentimientos y dejando entrever su enorme satisfacción por los grandes logros sociales que se alcanzaron tras la llegada de la democracia. Ahora bien, eso sí, sin renunciar a ese espíritu de lucha que siempre lo caracterizó y que tuvo a gala lucir a pesar incluso de ocasionar a su propia familia y a él mismo algún que otro grave contratiempo.

Ni que decir tiene que sus ideas bullían con ímpetu en todo lo que me contaba y yo, mientras me quedaba embobado y asintiendo con leves meneos de cabeza a todo aquel repertorio con que estaba procurando que mi espera fuese más relajada, admiraba su fe inquebrantable en cambiar las cosas y mejorarlas. Luego le tocó, en una especie de guion que sólo él trazaba, dar un repaso a la Transición y al papel tan determinante que desempeñamos los docentes en aquel tiempo, tan lleno de ilusión y de expectativas, que él vivió muy de cerca por su vinculación con el mundillo de la enseñanza en Fuengirola. Se emocionaba recordando cómo en aquellos años éramos capaces de contagiarnos de ese espíritu de cambio y esperanza en que se cimentó el nuevo escenario político; todos comprometidos y dispuestos, en una insólita complicidad que asombró al mundo, a arrimar el hombro por encima de la ideología de cada cual.

De pronto sus palabras, que fluían con soltura y como si de un profesor se tratase, se entrecortaron cuando yo le hice un comentario y le pregunté su opinión acerca de la situación política que estamos viviendo y que se está prolongando ya más tiempo de la cuenta. Enseguida su entusiasta discurso dio paso a un silencio claramente delatador de que algo estaba pasando por su mente que ya no era tan emotivo; a la vez que un brillo especial se dibujó en sus ojos mientras se mecía la barba con cara de circunstancias. La alegría que había irradiado durante toda la conversación se apagó y sus vivarachos ojos, que hasta ese momento parecían querer transmitir con la mirada lo que sus palabras no eran capaces de dar más de sí, se entornaron; luego agachó la cabeza y hasta me pareció que algo parecido a una lágrima, o quizás fuese una mueca de decepción, se asomó por su mejilla; no estoy seguro pues su poblada barba de fray Leopoldo lo supo disimular bastante bien. En fin, qué les voy a contar a ustedes que no hayan visto ya por la calle de en medio.

Dedicado a Félix y a cuantos creyeron que merecía la pena luchar por otra vida mejor para quienes ni siquiera tuvieron tiempo de soñar.

 

Juan Leiva

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